En 1989 el departamento de competición de Mazda buscaba poner a prueba a una de sus nuevas criaturas. Se trataba de un deportivo que portaba un monstruoso motor de cuatro rotores, por supuesto bendecido por el talento de Felix Wankel. Da la casualidad de que en aquella época si lo que se buscaban eran emociones fuertes en las carreras, había un sin fin de posibilidades donde elegir, pero Mazda ya era un viejo conocido en la IMSA, recordad: un escenario hostil y a la vez ideal para poner a prueba a una primicia robusta a la vez que liviana, y potente, sobre todo muy potente. Aunque si lo pensamos bien, a decir verdad estamos nombrando atributos que construían prácticamente a todos los coches que ocupaban aquellas parrillas. La IMSA era una categoría que había ido evolucionando y captando a su paso una gran cantidad de seguidores, situación que para entonces, en los albores de los 90, ya le había convertido en una competición famosa por sus duras disputas y sobre todo por su agresividad. La cuestión es que Mazda no era un novato en las pistas de Norteamérica, si bien a lo largo de la década de los 80 los japoneses se habían involucrado en la IMSA GT, acaparando un buen puñado de victorias.
Había sido la IMSA GTU —cuya letra “U” referenciaba a la categoría más baja, es decir, a los vehículos con cilindradas máximas de 2.5 litros, que posteriormente se ampliaron a 3.0 litros— quien había visto evolucionar profesionalmente a una buena parte del fabricante de Hiroshima. Literalmente casi un centenar de victorias le avalaban, pero ahora la cosa se complicaba con la pretensión de acceder a la categoría superior. Sí, aquella cuyos coches escondían armamentos que se comprendían desde los 3.0 litros en adelante. Colosos de 8 cilindros o de 6, armados de sobrealimentación hasta los dientes. Compatriotas llegados desde la soberanía insular como los Nissan 300ZX o los colosos locales y sus inmortales ocho cilindros en uve. No iba a ser fácil, pero con una repercusión como la que venía generando la IMSA, desde la sede central de Mazda, en Japón, aprobaron un proyecto con fondos completos para la nueva temporada.
Meses atrás y con vistas a la gran cita de Le Mans, en Japón se había abierto un nuevo proyecto denominado 13J. Este estaba basado en un nuevo motor Wankel que reunía hasta cuatro rotores, en un intento por exprimir el máximo potencial mientras se lograba cierto equilibrio en cuanto a fiabilidad. Debido a la naturaleza de la mecánica Wankel, la articulación de dos mecánicas sencillas como las equipadas por un RX-7 estándar, fue relativamente sencillo. De aquel modo se obtenía un conjunto que duplicaba sus rotores, esta vez nutridos mediante inyección electrónica para entregar directamente al tren trasero hasta 600 cv de potencia con una capacidad de giro al borde de las 11.000 rpm. El 13J llegaba con los ajustes necesarios para plantar cara a la IMSA GTO, guardándose en la manga algún que otro ardid como su caja de cambios Hewland de 5 relaciones, especialmente diseñada, patentada y ensamblada para el RX-7 IMSA GTO.
Esta bestia entregaba 600 cv al tren trasero para un conjunto de apenas 1020 Kg. Su rivales le escuchaban acercarse desde los 400 metros. Ya lo creo que se le escuchaba..
Obsérvalo. Fue sin duda una de las siluetas más vistosas y atractivas del campeonato, y gran parte de culpa la tiene el experimentado diseñador Lee Dykstra, quien se ganó a pulso su fama trabajando sobre los Jaguar Group 44 GTP. Las entrañas del deportivo reposaban sobre un chasis tubular para el cual se fabricó una carrocería compuesta por fibra de carbono y aluminio. Aunque el aspecto final fue obra de un nuevo boceto salido del puño de Dykstra, el principal ademán del deportivo seguía inspirando el patrón original RX-7. Eso sí, mucho más bajo y mucho más ancho.
1991 fue el año de Mazda en la IMSA, y a pesar de ir lastrados por el reglamento lograron cinco victorias en el campeonato.
A la hora de la verdad el Mazda RX-7 no defraudó. En su debut, en plena apertura del campeonato con las 24 Horas de Daytona de 1990, Pete Halsmer lograba hacerse con la Pole, mientras que otro de los RX-7 tomaba la segunda posición para terminar el gran evento manteniendo la compostura. Lástima que tras la conquista del lugar privilegiado de la parrilla, el piloto norteamericano tuviera que retirarse del evento por problemas mecánicos, si bien era uno de los estrenos más duros para un vehículo debutante en temporada de desarrollo. Fue una apertura a prueba de bombas. Las victorias fueron llegando en citas como Topeka o en Mid-Ohio, pero no sería hasta la temporada siguiente, la de 1991, cuando Pete Halsmer pondría patas arriba la parrilla, subyugando a los térmicos a través de la rotary power.